En convento de los dominicos en Córdoba es uno de los más antiguos del país. Había sido fundado en XVI, ocupaba toda la manzana entre la Calle Ancha y Deán Funes.
Espacioso y antiguo, con sus galerías en arco y el pórtico de entrada, con su jardín interior al que desembocaban todas las habitaciones, fue este convento lugar privilegiado y testigo importante de toda la vida de Reginaldo. A los meses de su ingreso, Ángel y los jóvenes postulantes toman el hábito, recibiendo el nombre de Reginaldo, Reginaldo Toro de Santo Domingo.
Ya los frailes de Córdoba habían recibido los informes del excelente desempeño del joven Toro en Tucumán, y de las cualidades humanas que se destacaban en su personalidad.
Plugo a Dios que Reginaldo tuviera un maestro eximio: Fray Olegario Correa.
Este fraile, entusiasta dominico amante de la Orden de Predicadores, virtuoso religioso y deseoso de ver a la Familia de Santo Domingo con el antiguo esplendor que la había caracterizado, estaba abocado a la tarea de restauración de la vida religiosa.
Las órdenes religiosas en Argentina habían estado directamente implicadas en el proceso revolucionario iniciado en el siglo XIX a los fines de lograr una Patria independiente y soberana. Muchos de ellos fueron secretarios de Juntas, miembros de Consejos y activos oradores en las asambleas convocadas para organizar al país que nacía. Y si bien algunos tuvieron destacada participación, esto también trajo como consecuencia el descuido de la vida comunitaria en desmedro de la vida religiosa consagrada. Los diferentes conventos sufrieron el desmembramiento de sus religiosos, quedando algunos con sólo dos o tres hombres.
En este contexto, Correa vio claramente la necesidad de formar religiosos comprometidos con las Constituciones de la Orden, fieles al espíritu de Santo Domingo y fervientes constructores de comunidades fraternas, apostólicas, entregadas al servicio del pueblo de Dios-
Así, Fray Olegario encontró en Reginaldo la madera preciosa para tallar su cometido. Madera que ya Dios venía puliendo y modelando, pero que necesitaba de hombres claros en sus objetivos, cauces benéficos para esa vocación incipiente que estaba colocando los cimientos de su vida consagrada.
Pronto sus dotes de maestro se destacaron entre los de sus compañeros de formación. Decía un condiscípulo: “Era de carácter serio sin dejar de ser jovial en los momentos de solaz con sus hermanos, en sus conversaciones de entretenimiento y familiares; era más bien sencillo que sublime, sin manifestar ni simulada pretensión con respecto a su persona, ni de orgullosa preponderancia referente a sus condiscípulos…Caritativo con los pobres, respetuoso con los hombres mayores y amable con los niños, entre toda su seriedad no carecía de un fondo de amabilidad y caridad para con todos.” (Pág. 13-14)
Así se distinguió toda su vida, su seriedad y amabilidad guardaban un corazón paternal, solícito del bien de todos, custodio de sus hermanos. Así fue hasta su muerte.
Particularmente dado a la oración personal, como Santo Domingo, intercedía incesantemente por su pueblo, por los hombre y mujeres de su época, por los que vendrían. Afianzó en este tiempo la construcción de su “celda interior” a la manera de Santa Catalina de Siena.
Entrelazó largas horas de estudio, silencio y oración con una caridad atenta, una mirada penetrante y una capacidad práctica para actuar según los requerimientos de los que lo rodeaban.
Pronto fue nombrado Maestro de Novicios por sus virtudes, su obediencia y su prudencia. Transmitió fielmente el espíritu de la Orden con sus enseñanzas y con su ejemplo. Mientras tanto, también ayudaba en las tareas del convento, como en n la sacristía y el economato. En estos espacios se destacó por su dedicación, prolijidad y constancia.
El 29 de setiembre de 1862, el día después de la consagración del nuevo templo del convento, Fray Reginaldo fue ordenado sacerdote. Este hecho significativo coronó su gran amor y devoción por la Madre de Dios en su advocación de Nuestra Señora del Rosario del Milagro, a cuyos pies ofrendó su entrega.
Este gran amor y devoción a la Santísima Madre lo acompañó toda su vida.
Su palabra era firme, clara y amena. Los ejemplos que su creatividad desplegaba en la clase, ayudaban a todos a comprender cuestiones profundas sobre la Santísima Trinidad, la Virginidad de María, los dones del Espíritu Santo, los atributos de Dios.
Fue en esta época en que se afianzó en él su espíritu contemplativo y orante, pero por sobre todo su gran amor al silencio. Parco en palabras, su presencia resultaba muchas veces intimidante, pero cuando abría su corazón, todos se quedaban admirados de su paciencia, de su paz, de su fortaleza.
Amó el silencio. Silencio al modo de San José. Un silencio necesario para escuchar y obedecer, pero también para abrazar y proteger, para salir al encuentro, para consolar al que sufre. Un silencio plagado de rostros por quienes orar, entregar y sufrir.
Un silencio de sí mismo para que Dios hable y actúe.