La formación de Reginaldo Toro como fraile dominico

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Escribe fray Guillermo Andrés Juárez OP. Prior del Convento Santa Catalina de Siena y Rector de la Basílica Santuario Santo Domingo Córdoba, Argentina.

A mediados del siglo XIX comenzaba a hacerse presente en Argentina la restauración de la vida de los frailes dominicos impulsada desde Francia por las grandes figuras de fray Juan Bautista Enrique Lacordaire († 1861) y fr. Alejandro Vicente Jandel († 1872). Este último condujo la Orden desde 1850, como Vicario General, y desde 1855 hasta su muerte, como Maestro General. Durante estas dos décadas se empeñó en restablecer en todo el mundo el estilo de vida característico de los dominicos que está a la base de la riqueza de gracia de su predicación. El impacto de estos vientos de renovación fue casi inmediato en Argentina, aunque no sin comprensibles resistencias. El Capítulo Provincial, órgano supremo del gobierno de los frailes en el país, resolvió que la restauración de “la vida común” tenga su inicio en Córdoba y encargó esta delicada misión a fr. Olegario Correa, quien dio el puntapié inicial el 24 de octubre de 1857.

Así pues, el reflorecimiento de la vida dominicana solo acababa de empezar en el convento cordobés cuando el joven José Ángel Toro atravesó sus puertas para dar inicio a su formación como fraile. En efecto, habiendo ingresado en el convento dominicano de Tucumán el 1 de julio de 1858, se encontraba ya en “La Docta” el día 12 del mismo mes, a punto de cumplir 19 años y, desde entonces, se hizo tan cordobés como si allí hubiera nacido “dando a esta madre adoptiva sus preferencias, sus labores, sus afectos y hasta su último día”. Podemos hacernos una idea de su semblante y de los rasgos de su personalidad con la breve pero rica descripción que ofrecía, en el elogio fúnebre que acabamos de citar, fr. Ángel Boisdron. Ganado por Toro para la provincia argentina, el religioso francés narra allí el impacto que produjo a los jóvenes frailes del convento de Aviñón su primer encuentro con él en el año 1874: “Lo vimos y nos llamó la atención su alta y robusta estatura, su frente que la sombreaban la abundancia y el fuerte color de su cabello y de sus cejas, un rostro de buena tez; en toda su persona la unión de la fuerza y tranquilidad de ánimo, la sencillez de la expresión y la prolijidad para observar y aprender”.

Al momento de vestir el hábito, el 1 de enero de 1859, recibió su nombre religioso: Fray Reginaldo de Santo Domingo de Orleans. Su maestro de novicios fue fr. Tomás de los Santos, pero el Padre Correa, quien sería su mentor hasta sus primeros años como sacerdote, además de encargarse entonces de su formación académica, era prior del convento y vicario del provincial, es decir, el segundo en el mando de la Orden en Argentina. El 3 de noviembre de 1859, habiendo finalizado su noviciado, fr. Reginaldo fue aceptado para la profesión temporal de los votos religiosos, luego de ser examinado por el prior conventual y su consejo. La ceremonia, presidida por el provincial, fr. Hermenegildo Argañaráz, tuvo lugar el 6 de enero del siguiente año.

En su adolescencia, bajo la guía de fr. Nazario Frías, después de realizar sus estudios secundarios en el convento dominicano de Tucumán, Reginaldo se había consagrado durante tres años (1856-1858) al estudio de la filosofía en el convento de los “frailes menores” de la misma localidad dado que los dominicos no tenían todavía allí un centro de estudios filosófico. Esta etapa de su formación académica fue auspiciada por un ilustre catedrático franciscano de la época, fr. Agustín Romero, que era entonces regente de estudios en dicho convento. Es lo que explicaría, en buena medida, que el tiempo de la formación sacerdotal de fr. Reginaldo haya sido tan breve en Córdoba. De hecho, quedó reducido a cuatro años durante los cuales se consagró al estudio de la teología bajo la dirección del P. Correa.

Durante estos primeros años de formación nació la vocación docente de fr. Reginaldo que, restringida normalmente a los cursos de filosofía y teología de los frailes en formación, se prolongaría hasta los primeros tiempos de su vida como obispo. En efecto, ya en 1860, por encargo del P. Correa, el joven fraile estudiante tenía a su cargo las clases de gramática latina para los novicios. Pero sus dotes para los estudios y la docencia no lo alejaban de las tareas prácticas de la vida ordinaria. De hecho, el P. Correa le pidió que ayude al anciano fr. Javier Salguero con las tareas administrativas. Fr. Reginaldo estaba encargado, básicamente, de anotar el gasto diario del convento que incluía el consumo de la casa y el pago de los maestros y operarios que trabajaban en el templo. Lo imaginamos colaborando desde estas tareas en la construcción de lo que hoy es el Santuario Ntra. Sra. del Rosario del Milagro, con la alegría de ver que las mismas llegan a su término junto con su propia formación sacerdotal.

En efecto, a mediados de 1862, los frailes dominicos de Córdoba consideraban que fr. Reginaldo ya estaba preparado para ser ordenado presbítero. Decidieron, sin embargo, esperar para que la ceremonia tuviera lugar en torno a la fecha de la consagración de la iglesia. Por esta razón, fue ordenado sacerdote por el obispo de Córdoba, José Vicente Ramírez de Arellano, en la iglesia del monasterio de las Carmelitas de Santa Teresa de Jesús el 20 de setiembre. Una semana después, en la tarde del 29 del mismo mes, realizada la consagración de la iglesia Santo Domingo por la mañana, el P. Reginaldo celebró allí mismo su primera misa. Con esta celebración, coronación de una formación tan ligada al templo dominicano, la providencia divina lo preparaba, desde el inicio mismo de su vida como fraile, para uno de los acontecimientos más significativos de su misión como obispo de Córdoba, la Coronación Pontificia de su Patrona que tendría lugar treinta años después.

Debido al escaso número de frailes en formación y a la necesidad de contar con nuevos sacerdotes, el P. Correa había obtenido de la Santa Sede la autorización para que los mismos pudieran comenzar sus estudios académicos desde el noviciado y recibir la ordenación sacerdotal antes de emitir sus votos definitivos de pobreza, castidad y obediencia. Es lo que de hecho sucedió con fr. Reginaldo, el más dotado de aquella nueva generación de frailes, quien realizó su profesión solemne en la tarde del 15 de enero de 1863. ¡A qué punto habrá sabido aprovechar esta dimensión central de su formación que, poco tiempo después, el P. Correa le confiaría, a pesar de su corta edad, el delicado cargo de Maestro de Novicios!

En los consejos espirituales del P. Reginaldo a las hermanas dominicas de San José, congregación de la que sería fundador poco más de 22 años después, podemos reconocer el corazón de la espiritualidad que encarnó durante su formación y que inculcó, luego, a sus novicios. Para el P. Reginaldo, la oración y la vida son inseparables. “Cuanto más conversemos con Dios, mejor viviremos”. La calidad de la vida está íntimamente ligada al cultivo de la oración. Pero, la afirmación inversa también es verdadera: cuanto mejor vivamos, mejor será nuestra conversación con Dios. Lo que consolida y nutre este vínculo y esta interacción entre la vida y la oración es, para él, el recogimiento por el que buscamos estar constantemente en presencia de Dios en medio de las más diversas actividades de la jornada. Este ejercicio continuo, impulsado por la fe, a la vez que hace a la “devoción más tierna”, “realza y sublima las virtudes y las buenas obras”.Para favorecer la unión entre oración y vida, es ciertamente importante la meditación continua, la vida ascética y las obras de caridad, como se recalcaba entonces en las congregaciones religiosas surgidas en la modernidad. Sin embargo, para el P. Reginaldo, formado como fraile en la renovación del carisma dominicano promovida por Lacordaire y Jandel, esta unión requería, además, otras mediaciones en las comunidades dominicanas. En efecto, según el ideal de Santo Domingo, la actividad apostólica procede de la oración contemplativa vivida en plenitud. Ahora bien, el terreno fecundo de esta contemplación es la vida fraterna en común con sus múltiples y variados encuentros que van de la celebración de la liturgia a la comida y la recreación, pasando por el capítulo conventual donde se tratan y deciden los temas centrales de la vida y de la misión de la comunidad. Pero, además, esta forma de vida tiene un ambiente propio, un estilo característico, una cultura que se crea y recrea mediante diversas observancias como la clausura y el hábito, el silencio y la oración personal o “secreta”, la lectio divina y el estudio, las vigilias, la penitencia y el ayuno.

La comunidad en la que se formó el joven fr. Reginaldo cultivaba con rigor y entusiasmo esta forma de vida bajo la férrea conducción del P. Correa, procurando no interrumpirla sino cuando fuera requerido por la predicación y la salvación de las almas. El mismo P. Reginaldo, como prior provincial (1877-1886), la impulsó de manera admirable extendiéndola prácticamente a todas las comunidades del país con un espíritu “de innovación posible y de conservación necesaria”, según recordaba Boisdron. Como se hizo manifiesto después, este estilo de vida, sabiamente administrado, lejos de perjudicar su obra evangelizadora, le dio una irradiación inmensa y multifacética que hasta hoy no deja de sorprendernos.